La educación está siendo aniquilada por el exceso de números. La mata el embudo PSU, la esclavitud por el promedio SIMCE y por los “expertos educacionales” que nunca han pisado una sala.
por Marcelo Lewkow / 27 diciembre 2018
Vengo de Argentina, un país donde el desorden es una forma de vida. En ese sentido, siempre me ha sorprendido la capacidad que tiene Chile de estructurarse, de autocontenerse y mantener esa vocación de orden donde todas las cuentas cierran, dando un nivel de estabilidad envidiable, pero sacrificando en parte la creatividad.
Por eso he seguido con admiración este momento despeinado y fundacional creado por los estudiantes que ha llevado a que por primera vez tome fuerza la idea de que es necesario cambiar las estructuras educativas. Las demandas de los jóvenes hablan de liberar la capacidad de aprendizaje de todos, de dar acceso a las personas en contexto vulnerable, y se habla incluso de posibilitar la felicidad de una juventud a la que no le gusta el modelo que consumió a sus padres. Se exige acceso a la posibilidad de un mejor proyecto de vida para todos basado en el estudio y se pide a gritos calidad.
Pero ¿será esa la discusión final que lograrán instalar los estudiantes? ¿Está realmente incluido en sus propuestas el cambio a las estructuras educativas que han regido a Chile durante los últimos 40 años? ¿Están comprendidas incluso en las revolucionarias propuestas que salieron a la calle en pancartas y frases originales, o son simplemente más de lo mismo?
Porque qué significa “fin al lucro” (con fondos públicos) del que educa y lo hace mal, si esto es medido a través del SIMCE. Qué significa más becas universitarias para los más capaces si estas capacidades son evaluadas a través de la PSU. Estas propuestas me parecen atendibles, pero creo que cambiarían sólo partes de la estructura organizacional y financiera del sistema educativo chileno.
Centrar el debate en esos temas es sólo hablar de matemáticas. Y la educación, la verdadera educación que “sufre” en Chile, está siendo aniquilada precisamente por el exceso de números. La mata el embudo PSU que, con la excusa de medir la calidad de los establecimientos educacionales, clasifica alumnos para el beneficio de las universidades, interviniendo con demandas academicistas los proyectos educativos de miles de escuelas de enseñanza media, sin importar dónde estén, qué valores defiendan o qué población quieren atender. Las escuelas están obligadas a desperdiciar preciosos años juveniles que deberían estar dedicados a la búsqueda de identidad, capacidades y conocimiento genuino y apasionante. A cambio, ello es reemplazado por un entrenamiento conductista destinado a descubrir la respuesta menos mala a preguntas capciosas en formato selección múltiple.
A la buena educación la mata la esclavitud del promedio (conocido como SIMCE), que evalúa con el mismo instrumento, el mismo día y a la misma hora a todos los alumnos del país, y luego publica un ranking trivial y farandulero, que hace que los primeros años de vida escolar se transformen en una máquina de imprimir contenidos en mentes y corazoncitos que se van perdiendo, apagando, aburriendo y fingiendo interés, so riesgo de ser expulsados, castigados o degradados para permitir a la escuela subir algunos puestitos en la tabla. Es como si nos conformáramos con bajar la fiebre de todos los pacientes de todos los hospitales del país el mismo día y a la misma hora y eso nos convenciera de que la salud en Chile ha mejorado.
Esto es realmente lo que coarta proyectos de vida, excluye y empobrece las potencialidades y las posibilidades de las personas.
A la educación también la mata que todos hablen de ella sin saber de qué realmente se está hablando. Que se consagren “expertos educacionales” que no han sido nunca profesores en escuelas reales, ni directivos de instituciones educativas, ni metodólogos de lo que hay que enseñar. Sociólogos y economistas de la educación que se guían por lo que dicen los estudios expresados en números y que proponen al sistema que se “haga lo haya que hacer” para conseguir mejores números sin saber si eso es posible o deseable, sin poder proponer cómo hacerlo y -más triste aún- sin asumir o tener la menor idea de los costos emocionales, cognitivos y sociales (por hablar de algunos).
Entonces, me pregunto: si se quiere “revolucionar” la educación, por qué no poner fin a la PSU instalando un ciclo común post-secundario de uno o dos años, de acceso universal y gratuito, con profesionales y recursos apropiados que nivelen a todos los estudiantes y los orienten vocacionalmente, dándoles acceso al posterior mundo universitario más maduros, más capaces y más libres.
Se puede, por ejemplo, invertir en abrir la posibilidad de diferentes proyectos educativos en enseñanza media (técnicos, científicos, valóricos, humanistas, artísticos, etc.) que liberen la capacidad emprendedora educativa (y no solo la económica). La idea es enriquecer las experiencias y aprendizajes de los estudiantes, que les permita descubrir sus talentos y aptitudes sin obligarlos a competir desde la pubertad por un cupo universitario o el acceso prematuro a una carrera profesional cuando aún no han terminado de formarse como personas.
¿Se puede volver a usar el SIMCE para lo que fue creado, es decir, para evaluar en la privacidad y respeto de los gabinetes la eficiencia de las políticas públicas?
¿Se puede invertir en proyectos educativos creativos, eficaces e inclusivos en las escuelas básicas? Invirtamos en ideas que enseñen a leer sin apuro y pensando; que permitan que los estudiantes aprendan matemáticas con gusto, con materiales concretos y proyectos integradores; que enseñen ciencias sociales críticas y culturales; con arte expresivo, música obligatoria y formadora, y que sean evaluados con instrumentos pertinentes y eficaces que den cuenta de los logros que cada establecimiento persigue y que sirvan a cada comunidad educativa para mejorar.
¿Se puede, en suma, discutir el problema de base (mala calidad educativa), proponer ideas, y reformas organizacionales e institucionales para lograr su aplicación, y además sentarse (un ratito nomás) a hablar con los expertos economistas y sociólogos de lo que sí saben (puntajes, platas, metros cuadrados, número de magísteres, etc., etc.) para lograr su venia y la correspondiente y responsable decisión política?
¿O vamos a seguir midiendo la guagua antes de concebirla?