//Populismo pedagógico

Populismo pedagógico

Los cuadernos llegaban llenos de trabajos y de felicitaciones, y los padres estaban contentos. Pero las sospechas surgieron a partir de las quejas de la colega de segundo básico, a la que le resultaba imposible organizar actividades de aprendizaje más autónomo.

por Marcelo Lewkow / 25 octubre 2018

Hace algún tiempo, un colega que recién había asumido la dirección de un colegio, nos contaba, atribulado, lo mucho que le estaba costando despedir a una antigua profesora de primero básico. Nos decía que tenía a todo el mundo en contra: los padres, que la querían mucho; los niños, que la seguían a todas partes como a un líder. Pero aun así, él estaba convencido de que había que despedirla y lo iba a hacer.

Cuando le preguntamos por qué, nos dijo que la profesora era una populista pedagógica.

A todos nos intrigó el concepto y le pedimos que lo explicara. Nos dijo que la escuela de la que se había hecho cargo, venía de un período de gran inestabilidad y que habían pasado muchas personas por los cargos directivos.

Después de un tiempo de responder a las cambiantes y fugaces exigencias de tantos jefes, esta profesora, al parecer, trató de asegurar su permanencia en el cargo de otra manera.

Lentamente, en lugar de confrontar a los padres respecto de los problemas de sus hijos, pidiéndoles colaboración y responsabilidad, empezó a tomar nota de las características personales de cada padre y cada niño, y a decir lo que los padres -de manera subliminal y emotivamente demandante- imploraban que se les dijera: que las cosas no eran tan graves, que se despreocuparan y dejaran que la escuela hiciera su parte.

A los niños, por su lado, los encerró en el salón de clase, y con una mezcla de autoritarismo gritón, recompensas conductuales inmediatistas y cariño maternal, los empezó a controlar y a manejar a base de actividades cortas, repetitivas, de logro fácil y de ejecución silenciosa.

Los niños, claro, respondían. Y aprendían a rellenar cuadros, seguir instrucciones sencillas, trazar palotes, reconocer letras, y recitar palabras. O sea, se alfabetizaban. A cada niño le graduaba el esfuerzo según su capacidad.

Los cuadernos llegaban llenos de trabajos y de felicitaciones. Aunque los padres estaban contentos, las sospechas surgieron a partir de las quejas de la colega de segundo básico -más volcada a la obtención de sentido, al desarrollo de habilidades y capacidades de alto nivel- a la que le resultaba imposible organizar actividades de aprendizaje más autónomo, pensante y dialogante, con los ex niños de primero, sin que estos se desbandaran y demostraran absoluta incapacidad de autocontrol, de trabajo en equipo y de razonamiento lógico independiente.

Los niños sólo respondían bien, mirando ansiosamente a la profesora, cuando la respuesta correcta estaba implícita en la misma pregunta, o cuando la cara de la profesora se iluminaba sutilmente al enunciar la respuesta correcta entre las opciones o cuando era más asunto de mover músculos que de pensar.

Los estudiantes parecían estar entrenados, más que educados, pero en ausencia del entrenador, los alumnos perdían todas sus capacidades. Porque ella -nos decía el colega que quería despedirla- parece funcionar, pero les hace más daño que favor a los niños. Todos la quieren, pero por las razones equivocadas.

Interesante historia, ¿verdad?

¿Alguna vez vio algo parecido a esto en la escuela de su hijo?

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